Algunas veces, sin darte cuenta,
llegan las lágrimas más amargas,
de esas que surgen de lo más profundo,
sin motivo aparente, pero allí están,
rielando con lentitud desde los ojos,
como si fuera un torrente seco.
Son lágrimas que todo lo pueden,
que rompen fachadas de fuerza,
que saben esperar al momento oportuno,
cuando por fin te has quedado solo,
aunque sea por unos instantes de nada,
o bien aunque la gente te rodee...
"Se me ha metido algo en el ojo",
"Sin duda es por la alergia al polen",
"Cuánto pica este chile", dices,
o cosas similares, si tienes gente delante,
y no deja de ser una gran muestra de confianza
el dejarte llevar, el mostrarte débil y humano.
Una película, una imagen. El recuerdo
que te persigue de la persona amada.
Ese abrazo que te estás muriendo por recibir.
Las palabras que silencias entre tus labios.
Una caricia, una mirada, un gesto, una idea,
más quien está a tu lado que quien las provoca.
Esa corriente que se genera entre dos personas,
amante, amigo, poco importa, cuando surgen,
imparables, las lágrimas, que unen, que sanan,
que salvan, que demuestran la humanidad,
y que se refugian muchas veces en el recuerdo,
de otro tiempo, de otro lugar, que parece mejor.
Hoy lloré así por mi padre, en la soledad,
en el silencio, de mi dormitorio de siempre.
Veinte años después de su muerte, en casa,
le seguimos añorando, necesitando, soñando,
y el tiempo, destructor, se ha llevado el recuerdo
del sonido de su voz... pero no el de su risa...
Hoy, quizás más que nunca, mi bella dama,
habría dado cualquier cosa por estar a tu lado,
por abrazarte hasta que se fueran las lágrimas,
por compartirlas sin miedo ni vergüenza,
por refugiarme en tus ojos castaños,
y beber la vida entre tus labios...