Tarde de lluvia en Madrid, de otoñal
invierno.
Bajo los paraguas, mil humanos se esconden
y caminan, y corren, y sufren, y mienten,
y se mienten a sí mismos sobre sus vidas
tan perfectas y felices en las que no hay tiempo,
ni tan siquiera, para la música, y el viento.
Las notas de un violín desgarran el aire
y lo llenan de armonías y de lamentos,
acordes zíngaros en medio de Montera.
El violinista tiene los ojos medio cerrados
bajo el sombrero y algunas gotas salpican
al fiel compañero, al preciado instrumento.
Medio resguardado por un escueto toldo
recuerda su vida, su pequeño y antiguo pueblo
en los Cárpatos: su familia, su gente, su amada,
todos ellos, arrastrados por el espacio y el tiempo.
Mas ahora, cada vez que repite los viejos acordes
escucha de nuevo, en su corazón, las voces del viento.
Y yo también las escucho y me detengo a su lado,
y también cierro los ojos, y miro al cielo, y sueño,
con noches junto a la hoguera en el claro del bosque;
una mujer baila y dos la acompañan, sus vestidos
de mil colores refulgen por el fuego y hablan
de libertad, de tristeza, y de lamentos al viento.
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