Como barcos que se cruzan en la
noche,
sin rumbo se mueven nuestras vidas,
sorda sinfonía de sentimientos sin
besos,
de caricias sin manos y abrazos sin
cuerpo,
busco tu recuerdo en los escollos de
mi pasado,
y quisiera traerte a mi presente, mas
no puedo...
Terminaron, entonces, para siempre,
las noches de insomnio, mirando
fijamente
a la nada, contando los rayos
luminosos
que irrumpen sin piedad en el
dormitorio,
y me recuerdan que tu lado de la cama
está vacío, desolado, roto como mi
alma...
Atrás quedaron demasiados recuerdos,
demasiados sueños rotos,
sentimientos,
encuentros y desencuentros, llantos,
huellas de lágrimas en la almohada,
y sobre todo... soledades...
vacíos...
ausencias... y retumbantes
silencios...
Cuando surgen las palabras,
expresando,
al menos parcialmente lo que en
verdad
piensas pero no dices, queda
esperanza.
Incluso cuando se convierten en
gritos,
en acusaciones entrecruzadas,
furiosas...
Pero cuando llega el silencio, es el
fin...
El silencio, molesto, incómodo,
pétreo,
usado como arma de doble filo,
acerada,
que todo envenena, cada gesto y
mirada,
que te destroza por dentro y por
fuera,
al mirarte, sin verte, sin que me
importe
ni siquiera lo que tú sientas o
padezcas...
El silencio, asesino implacable y
discreto,
ejecuta limpiamente cualquier resto
de sentimiento, y de repente no hay
nada,
ni caricias, ni besos, ni roces, ni
gestos,
y tu lado de la cama se queda tan
vacío...
que no perdura ni el olor de tu
recuerdo...
Mañana, cambiaré por fin las sábanas,
borrando el sutil aroma de tu cuerpo,
cambiaré los albornoces y las
toallas,
impregnadas del olor a jabón y
colonia,
lavaré mantel y servilletas menos
una,
la marcada por el carmín de tus
labios...
Y asumiré, espero, que te has ido de
verdad,
que no hay retorno posible... que no
estás...
Al vaciar tu armario, y regalar tu
ropa al asilo,
y cribar tus libros, y quemar las
cartas,
admitiré, por fin, tu muerte, lamentando
no haber compartido un último beso...
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